Por Leopoldo Villar Borda
Periodista
Hernando Santos solía repetir el célebre dicho de que no hay nada tan viejo como el periódico de ayer. Esta afirmación cobraba especial significado en los labios de uno de los periodistas más destacados de Colombia, que ocupó durante 18 años la dirección de El Tiempo después de ejercer durante casi cuatro décadas distintas posiciones en el diario hasta compartir con su hermano Enrique la jefatura de redacción por más de 25 años.
Aquella frase es un apotegma del periodismo en todas partes, pero en Colombia entraña especial sentido por la sucesión interminable de hechos escandalosos que se desplazan unos a otros con la velocidad del rayo, impiden concentrar la atención y despojan a las noticias de la capacidad de causar la sensación que cada una de ellas posee individualmente. Esta realidad, sumada a la aparición de las redes sociales, ha privado al periódico impreso del privilegio de ofrecer a sus lectores la chiva, la novedad de última hora, la noticia actualizada que durante muchos años fue su principal justificación. En su reemplazo el lector encuentra las notas de opinión, las crónicas y las entrevistas con las que el diario tradicional se defiende de la amenaza de ser irrelevante por viejo. Hace mucho que los periódicos dejaron de marcar la agenda noticiosa de manera que su contenido proporcionaba material a los medios de la radio y la televisión para producir sus propios programas noticiosos.
Esta situación suscita varias reflexiones de fondo sobre la fugacidad de las noticias y de los propios hechos. Son innumerables los acontecimientos que un día preocuparon o fascinaron a toda la población, pero cuyo recuerdo se pierde en el mar de textos que reposan en los archivos periodísticos como cadáveres de cosas y hoy no significan nada. Este olvido tiene que ser motivo de frustración para quienes dieron testimonio de un hecho memorable en su momento y luego vieron que aquel acontecimiento no siguió despertando interés ni curiosidad, como si no hubiera ocurrido. Algo parecido, pero en un nivel más alto, deben experimentar los escritores que buscan encontrar sentido a la vida, conocerse e interpretar su entorno, con lo cual prestan a sus congéneres un servicio que no siempre es apreciado. Algunos podrán pensar que han perdido el tiempo, como el periodista cuya narración no tuvo eco suficiente; aunque de un libro no se podría decir que es inútil por ser viejo.
Estas consideraciones conducen a reflexionar sobre la relativa importancia de la escritura como medio de comunicación al compararla con la transmisión oral. Casi ninguno de los grandes exponentes de la sabiduría en la historia de la humanidad, como Sócrates, Confucio, Buda y Jesucristo, dejaron obra escrita. Por diversos motivos privilegiaron la palabra hablada como su medio favorito de expresión. Sócrates lo hizo porque deseaba que sus discípulos desarrollaran sus propias ideas. De Jesucristo se llegó a decir que no sabía leer ni escribir, aunque hay testimonio bíblico de que escribió una vez en la arena. En ambos casos, como en los de Buda y Confucio, fueron sus seguidores quienes pusieron sus enseñanzas por escrito. Gracias a esto hoy nos podemos beneficiar de ellas.
Lo irónico y trágico es que en la frenética sociedad moderna son muy pocos los que no viven abrumados por la catarata de información y desinformación que disparan los nuevos medios y no disponen del tiempo necesario para leer los libros que contienen enseñanzas e invitan a meditar sobre las cosas esenciales. Las noticias instantáneas y efímeras, verdaderas y falsas, han desplazado a los textos que alimentan la imaginación, ayudan a perfeccionar el lenguaje y construir nuevos conocimientos, favorecen la concentración y la empatía y ofrecen las mejores lecciones para la vida. Con mayor razón lo han hecho con el periódico de ayer.