Por Felipe Bernabó
Periodista y Gestor Cultural
En un reciente periplo por el país tuve la fortuna de reconectar con numerosos géneros de la música colombiana, en sus múltiples facetas, cosa que aparte de reafirmar mis lazos indisolubles con la tierra en que nacieron mis hijos, y en la que pasé la mayor parte de mi vida, me confirmó una vez más que la música sigue siendo el bálsamo que sostiene, aglutina y eleva el espíritu colectivo de su gente.
Sin la música que llena todos los rincones del país, que se escucha igual a lomo de mula en cualquier serranía imposible, o en callejuelas perdidas de pueblos ídem, o en taxis, buses, puestos de comidas o restaurantes elegantes, Colombia no sería lo que es y sin duda las tragedias históricas que la persiguen habrían tendido un manto de oscuridad y silencio sobre los pentagramas que riegan su geografía y que, a pesar de todo, manifiestan la alegría de la gente y su apetito por disfrutar la vida contra viento y marea.
La travesía musical comenzó en el caribe colombiano, donde el volumen y el gozo van de la mano. Cumbias, bullerengues, salsas, mapalés, porros o vallenatos inundan las calles y campos de toda la región, desde que canta el gallo al amanecer, hasta más allá de la medianoche (y en ocasiones mucho más allá…). En todas partes se escucha algún ritmo popular en un picó, una radio de transistores, a capela, con tríos, cuartetos u orquestas, sin importar el género. La música está tan presente en la costa atlántica que incluso se inventa sobre la marcha. En Cartagena ha surgido una modalidad para rebuscarse la vida (una más entre cientos que se ingenian los locales para sobrevivir el día a día) que consiste en una pareja, siempre de hombres jóvenes, que mientras sigue a la gente por las calles de la ciudad amurallada, uno cantando y el otro con un parlante que lleva el ritmo de fondo, va improvisando letras de acuerdo al acento y las pintas de los paseantes. Estos raperos móviles pueden llegar a ser agobiantes, sí, pero sin duda son una muestra más del poder de la música y su presencia constante en las vidas y el quehacer del pueblo costeño, como fuente de alegría, de trabajo, de vida.
De vuelta en Bogotá asistí a un concierto de música andina con lleno total en un colegio emblemático de la ciudad. Aunque había jóvenes presentes, uno de ellos en el teclado de la agrupación musical, el público en su gran mayoría era de edad, digamos que en el tercer tercio de la vida. Bambucos, pasillos y torbellinos sonaron en la primera mitad de la presentación, incluyendo historias de la época narradas con mucha gracia por el líder y cantante del grupo, en las que hizo viajar en el tiempo a la audiencia que aplaudía cada comentario recordando sus propios años mozos. Hacia la segunda mitad fueron avanzando en el tiempo con temas de los 70 de otros géneros populares en la época, la alegría en el ambiente era contagiosa y la función terminó con una cumbia que nos puso a todos a bailar. Una grata experiencia para comprobar que la música continúa muy viva también en el interior y que la edad es lo de menos cuando se trata de gozarla.
Colombia tiene registrados más de mil ritmos diferentes, agrupados en más de 150 géneros musicales, lo que junto a China, Brasil y Mozambique, convierte al país en una de las regiones del mundo donde existe mayor diversidad musical. A todas esas manifestaciones hay que sumarle la gran variedad de ritmos adoptados de otras latitudes, con los cuales se generan fusiones eclécticas y poderosas. Ese fue el caso con algunas bandas locales que tuve la fortuna de ver durante la edición 2023 del festival Rock al Parque. En una de esas gloriosas tardes soleadas de la ciudad, asistí a una verdadera explosión musical, con alquimias inesperadas entre cumbia y rock o boleros y electrónica, una fiesta inolvidable y en paz que disfrutaron jóvenes de todas las capas sociales de la ciudad, demostrando que la música, además de todo, une, y se reinventa día por día como parte esencial del paisaje nacional.
Un país que canta tiene esperanza. Sí, que suene la música…